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Tom se levantó hambriento, y hambriento abandonó también su pocilga, pero con el pensamiento acariciado por los esplendores de sus dulces sueños nocturnos. La gente le daba empujones y le prodigaba insultos, pero todo pasaba desapercibido para aquel muchacho meditabundo. Strand, en aquella época, había dejado de ser una carretera y se consideraba como una calle, pero de construcción muy irregular, pues aunque tenía una hilera bastante compacta de casas en uno de sus lados, en el otro sólo había unos cuantos grandes edificios muy distanciados, palacios de nobles acaudalados, con hermosos parques anchurosos que se extendían hasta el río, parques que actualmente se hallan cubiertos de vulgares casuchas de piedra y ladrillo. Luego siguió lentamente por una agradable carretera que, dejando atrás el majestuoso palacio del gran cardenal, llevaba a otro palacio todavía mayor y más imponente, que se alzaba más allá de Westminster.

Aquello era, en efecto, el palacio de un rey. A cada lado de aquella verja dorada había una estatua viviente, es decir, un hombre en armas, tieso, erguido, majestuoso e inmóvil, cubierto dé pies a cabeza por una armadura de bruñido acero. Dentro del real recinto había un muchacho esbelto, de tez morena, curtida por los ejercicios deportivos y los juegos al aire libre cuyo traje de seda y raso resplandecía cubierto de joyas. Junto a él había varios caballeros que lucían vistosos trajes... y que, indudablemente, eran sus criados.

Tom no podía apenas respirar a causa de su extrema excitación y en sus ojos brillaban destellos de admiración y de delicia. En su espíritu sólo quedó lugar para un único deseo, el de acercarse al príncipe y contemplarlo con mirada devoradora. Antes de darse cuenta de lo que hacía, tenía ya la cara pegada a los barrotes de la reja, pero inmediatamente uno de los centinelas le apartó de allí con violencia y, de un empujón, lo mandó dando tumbos contra la multitud de aldeanos babiecas y de ociosos ciudadanos londinenses.

Eduardo Tudor dijo

−Me parece que estás fatigado y hambriento y que sufres malos tratos. Eduardo acompañó a Tom a una rica estancia de palacio, que dijo era su gabinete, y, por orden suya trajeron manjares como Tom no había saboreado ni visto jamás, a no ser en los libros que leía.

−Tom Canty, para serviros, señor. −En la ciudad, con vuestra venia, señor. −Tengo padre y madre, señor, y, además, una abuela que no me merece el menor aprecio, y Dios me perdone si cometo pecado al decir tal cosa... Tengo también dos hermanas gemelas, Nan y Bet. −Ni para con nadie, y perdone Vuestra Alteza.

−En efecto, señor. Mi padre, el rey... −Perdonad, señor, pero olvidáis su baja condición.

¿Y tu padre te trata con cariño?

−Ni más ni menos que mi abuela, señor. −Es muy buena, señor, y no me da disgustos ni me causa penas de ninguna clase.

−Ignoro si lo estoy o no lo estoy, señor. Un buen sacerdote, a quien llaman el padre Andrés, tuvo la bondad de enseñarme lo que explican sus libros.

−Sí, pero muy poco, señor. −Apréndelo, muchacho. Pero explícame lo de Offal Court. −Sí, en verdad, señor, excepto cuando paso hambre.

−De vez en cuando los chicos de Offal Court nos liamos a palos con una estaca, a la manera de principiantes, señor. Los ojos del príncipe centellearon. −Nos desafiamos a correr, señor, para ver cuál de nosotros es el más veloz. −Daría yo todo el reino de mi padre para poder disfrutar ahora mismo de todo eso.

Nos revolcamos casi en él, y perdone Vuestra Alteza. Si yo pudiera vestirme con unos harapos como los tuyos, descalzarme y chapotear en el barro, aunque no fuera más que una sola vez, una sola, sin que nadie me regañase, creo que sería capaz de renunciar a la corona. Nos divertiremos los dos tanto como nos sea posible durante unas horas, y volveremos a cambiarnos los trajes antes de que venga alguien a molestarnos. Pocos minutos más tarde, el joven príncipe de Gales se había ataviado con los lamentables harapos de Tom y el pequeño príncipe de la pobreza vestía el lujoso traje y ostentaba las plumas de la realeza.

Tienes el mismo cabello, los mismos ojos, la misma voz, idénticas maneras e igual perfil, estatura y rostro que yo. Si saliésemos por ahí desnudos, nadie sería capaz de reconocer cuál de los dos es el príncipe de Gales. Tienes una contusión en la mano... −Sí, pero no tiene importancia, y Vuestra Alteza ya sabe que el pobre soldado

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