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Historia del guerrero y de la cautiva
Jorge Luis Borges buio esl ne nosi
INSTITUTO
COMERCIAL
U.T.P.
CISTER
En la página 278 del libro La poesía (Bari, 1942), Croce, abre-viando un texto latino del historiador
Pablo el Diácono, narra la suerte y cita el epitafio de Droctulft; éstos me conmovieron
singularmente, luego entendí por qué. Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de
Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los
raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su
gratitud ("contespsit caros, dum nos amat ille, parentes") y el peculiar contraste que se advertía
entre la figura atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:
Terribilis viste facies mente benignus,
Longaque robusto pectores barba fuit![1]
moa
Tal es la historia del destino de Droctulft, bárbaro que murió defendiendo a Roma, o tal es el
fragmento de su historia que pudo rescatar Pablo el Diácono- Ni siquiera sé en qué tiempo
ocurrió: si al promediar el siglo vi, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia; si en el
III, antes de la ren-dición de Ravena. Imaginemos (éste no es un trabajo histórico) lo primero.
maginemos, sub specie aeternitatis, a Droctulft, no al indivi-duo Droctulft, que sin duda fue único
e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que de él y de otros muchos como
él ha hecho la tradición, que es obra del olvidó y de la memoria. A través de una oscura geografía
de selvas y de ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia, desde las márgenes del Danubio y del Elba,
y tal vez no sabía que iba al Stir y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá
profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero
más congruente es imagi-narlo devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña
en cabaña en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que eran torpes
figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de monedas y ajorcas. Venía de las selvas
inextricables del jabalí y del uro; era blanco, ani-moso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su
tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no
ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto, que es múltiple sin
desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de
habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de
esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria
compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá
le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas.
Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un
niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus
dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y
pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido:
Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes,
Hanc patriam reputans esse, Ravenna, sham.
No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue un iluminado, un
converso. Al cabo de unas cuantas generaciones, los longobardos que culparon al tránsfuga
proce dieron como él; se hicieron italianos; lombardos y acaso alguno cie su sangre -Aldiger-
pudo engendrar a quienes engendraron al Alighieri... Muchas conjeturas caben aplicar al acto de
Droc-tulft; la mía es la más económica; si no es verdadera como hecho, lo será como símbolo. ( resumen)?

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