“Es perfecto”, pensó el médico. “Como es un amigo muy cer
cano, no aceptará el dinero que le ofrezca y será entonces
preciso darle un regalo. Le llevaré este candelabro de los mil
demonios. Estará muy bien porque es soltero y le gustan un
poco las extravagancias”.
Así, sin esperar un segundo, se puso su traje de calle, tomó
el candelabro y fue a ver a Ujov, a quien encontró fortuita
mente en su casa.
—¡Cómo estás, mi amigo! —gritó al entrar—. He venido
expresamente para manifestarte mi gratitud por el trabajo
que te tomaste conmigo y por la ayuda que me hiciste; y
dado que no quieres aceptar una retribución monetaria, por
lo menos recíbeme esta pieza de arte. Sí, mi amigo del alma,
se trata de un objeto de inmenso valor…
Al observar el candelabro, el abogado no pudo más que pro
ferir exclamaciones entusiastas.
—¡Vaya que es toda una obra! —dijo el abogado entre ri
sas—. ¡Ni el demonio encarnado se atrevería a crear algo
más interesante! ¡Es extraordinario! ¡Sorprendente! ¿Dónde
encontraste esta belleza?
Pero, tras manifestar su exaltación, miró de reojo hacia la
puerta y dijo:
—Lo único es que, mi hermano, guarda este regalo, no pue
do aceptarlo.
—¿Por qué motivo? —preguntó el médico con reticencia.
—Pues resulta que… mi madre suele visitarme con frecuen
cia a la casa, y así también varios de mis clientes… Incluso
en frente de la criada el candelabro resultará una presencia
molesta…
—¡Imposible! ¡No serás capaz de hacerme esta descortesía!
—replicó, entre gestos exagerados, el galeno—. Eso sería un
acto muy desatento de tu parte. Por lo demás, tratándose
de una pieza artística… Y encima fíjate qué pliegues, cuán
to movimiento, cuánta expresión. ¡No digas ni una palabra
más que me enfado!
—Pero… si por lo menos llevaran unas hojitas encubridoras…
El médico calló a su amigo y empezó a dar un discurso vehemente y retórico, lleno de gesticulaciones grandilocuentes.
Al final pudo irse feliz a su casa con las manos vacías.
Una vez que se fue el doctor, el abogado se quedó atónito
observando el candelabro. Lo miró detenidamente por cada
lado, dándole varias vueltas, tocándolo aquí y allá, y, de ma
nera idéntica que su antiguo dueño, permaneció estancado
en la misma cuestión: ¿qué iba a hacer con aquel regalo?
“Es una obra excelente”, meditaba. “Sería en verdad una lásti
ma y una pérdida tirarla. Pero tampoco puedo quedarme con
ella. Lo mejor será regalar este candelabro a alguien… ¿Y si se
lo llevo al comediante Schaschkin esta misma noche? A ese
artista sinvergüenza le encantan los objetos de esta naturale
za, y, además, hoy dará un festival benéfico…”.
Solo fue pensarlo para ponerse manos a la obra. Por la no
che envolvió el candelabro en un bello papel y lo envió al
cómico Schaschkin. El camerino del comediante estuvo lle
no toda la jornada y, a cada instante, ingresaban hombres
a contemplar el regalo. De allí solo salían rumores llenos de
risas y exclamaciones pudorosas. Una especie de relinchar
multiplicado. En el momento en el que alguna de las artistas
deseaba entrar al camerino, se oía al cómico gritar:
—¡No entres! ¡No estoy vestido!
Tras semejante espectáculo, el comediante, levantando los
brazos y con preocupación, decía:
—¡En fin! ¿Y dónde puedo esconder yo este candelabro obs
ceno e impresentable? Tengo un espacio propio, pero es im
posible trasladarlo allí. Artistas de toda clase me visitan, y
esto no es propiamente una fotografía que uno pueda es
conder en un cajón.
—Lo puede vender —le aconsejó el peluquero, con ánimo
de consolación. Cerca de aquí vive una mujer mayor que
compra y vende antigüedades… Usted solo pregunte por
Smirnova. Es conocida por todos.
El comediante siguió el consejo del peluquero… Dos días
después, cuando el doctor Kochelkov se encontraba senta
do en su gabinete, con las manos en la cabeza y meditan
do sobre los ácidos biliares, se abrió súbitamente la puerta
y entró abruptamente Sacha Smirnov. Lo embriagaba una
sonrisa de gran felicidad. Llevaba entre las manos un objeto
envuelto cuidadosamente en papel periódico.
—¡Doctor! ¡Doctor! —exclamó entre gritos y ahogos—. ¡No
se podrá imaginar usted la alegría! ¡Esto es una suerte in
mensa para usted! ¡Hemos dado con la pareja faltante de
su candelabro! ¡Mi madre está extasiada!... ¡Usted me salvó
la vida!
Y entonces Sacha, con voz temblorosa de la emoción, puso
delante del médico el candelabro. El doctor abrió la boca,
intentó balbucear algo, pero le fue imposible: su lengua es
taba petrificada.
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