A mucha gente le gusta ver en los cuadros lo que también le gustaría ver en la realidad. Se trata de una preferencia perfectamente comprensible. A todos nos atrae lo bello en la naturaleza y agradecemos a los artistas que lo recojan en sus obras. Esos mismos artistas no nos censurarían por nuestros gustos. Cuando el gran artista flamenco Rubens dibujó a su hijo, estaba orgulloso de sus agradables acciones y deseaba que también nosotros admiráramos al pequeño. Pero esta inclinación a los temas bonitos y atractivos puede convertirse en nociva si nos conduce a rechazar obras que representan asuntos menos agradables. El gran pintor alemán Alberto Durero seguramente dibujó a su madre con tanta devoción y cariño como Rubens a su hijo. Su verista estudio de la vejez y la decrepitud puede producirnos tan viva impresión que nos haga apartar los ojos de él y, sin embargo, si reaccionamos contra esta primera aversión, quedaremos recompensados con creces, pues el dibujo de Durero, en su tremenda sinceridad, es una gran obra. En efecto, de pronto descubrimos que la hermosura de un cuadro no reside realmente en la belleza de su tema. No sé si los golfillos que el pintor español Murillo se complacía en pintar eran estrictamente bellos o no, pero tal como fueron pintados por él, poseen desde luego gran encanto.

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