Diego lava lechuga. Yo corto cebollas, pico tomates, controlo una salsa. Abrimos un vino. Después de comer, cruza sus cubiertos y me dice que qué bien cocino. Que soy rebuena ama de casa. Ahora –mucha confianza y años juntos- solo finjo que me enojo y él, que me conoce, finge que se sorprende con mi ceño fruncido. Sabe que me gusta cocinar y tener la casa ordenada, pero sabe, también, que imagino el infierno bajo la forma de las tareas del hogar como ocupación obligatoria y excluyente. Tenemos cuentas separadas, casa compartida y responsabilidades iguales. En fin: casi. Porque si bien no hay nada que sea tarea exclusiva de Diego, sacar la ropa del tendedero y guardarla en los placeres es una de esas cosas que “si-no-las-hago-yo-no-las-hace-nadie”. A Diego, simplemente, no le importa ver la ropa colgada durante meses, y yo prefiero que las medias y los calzones no me arruinen la vista del balcón, de modo que una vez por semana me transformo en mi mamá, que volvía del fondo con una parva de sábanas oliendo a sol, y junto la ropa recién lavada.
Cada tanto me canso y revoleo mi derecho a la igualdad, entonces Diego dice con ternura “Sí, gordita, tenés razón”, dobla un par de remeras y a la semana otra vez: ahí voy yo, juntando broches. También soy la encargada de la sección “comidas difíciles” (Diego es del Club del Bifecito a la Plancha, si le toca cocinar). Si llego tarde a casa, sobre el pálido desierto de la mesa lucirá, con suerte, el laguito rojo de un tomate cortado al medio. Si es Diego el que llega tarde, de guacamole para arriba habrá de todo. Antes pensaba que estas cosas –el orden, la comida caliente, una casa agradable- tenían que ver con cierta sensibilidad femenina en la que, por cierto, me cuesta creer: tengo amigos varones que viven solos y sus casas son tan agradables como la mía y cocinan mejor que yo. Prefiero pensar que son síntomas –visibles- de mi educación de buen partido: prolija, limpia, ordenada. Cosas que aprendí de mi madre: perfumar la casa con cascarita de naranja, sacar las frazadas al sol.
Tomado de: Leila Guerrero, (2009). “Me gusta ser mujer… y odio a las histéricas”, en Frutos extraños, Bogotá, Aguilar. pp.330-331.
la complementariedad entre los géneros