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Vivía una vez en la Brauergasse un joven señor llamado Ziegler. Ziegler era todo y hacía todo lo que tales personas son y hacen. Tenía unas cuantas cualidades positivas y era, en fin de cuentas, un hombre sencillamente normal, para quien la propia persona era algo precioso e importante. Exorcizaba toda la duda, y si los hechos contradecían su ideario, cerraba los ojos como signo condenatorio.

Respetaba particularmente la investigación del cáncer, pues su padre había muerto de esta enfermedad y Ziegler tenía la esperanza de que la ciencia, tan altamente desarrollada en los últimos años, no permitiría que él corriese la misma suerte. Externamente se caracterizaba Ziegler por su aspiración a vestir por encima de sus posibilidades, siempre a tono con la moda del año. Pero Ziegler era realmente un joven encantador, y su pérdida fue muy sensible. No es bueno que el hombre esté solo.

Después de mucho pensarlo, se decidió por el Museo Histórico y el Parque Zoológico. Con su nuevo traje de calle con botones de paño, que le gustaba mucho, entró Ziegler un domingo en el Museo Histórico. Llevaba su fino y elegante bastón de paseo, un bastón rectangular, esmaltado en rojo, que le daba aire y presencia, pero con profundo disgusto por su parte le retiró el conserje de la entrada de las salas. En las plantas altas había mucho que ver y el fervoroso visitante ensalzó para sus adentros la ciencia todopoderosa, que también allí demostraba su meritoria objetividad, como dedujo Ziegler por las esmeradas inscripciones de las vitrinas.

En la segunda sala topó con un armario de luna de tan excelente factura, que en un minuto escaso pudo controlar su vestido, peinado y cuello, la raya del pantalón y la posición de la corbata meticulosamente y a plena satisfacción. Y también contempló y apreció generosamente un viejo reloj de pared con figurillas de marfil que, al dar las horas, bailaban un minué. Luego la cosa empezó a aburrirle un poco, bostezaba y sacaba frecuentemente el reloj de su bolsillo, que bien podía exhibir, pues era de oro macizo y herencia de su padre. Pero no se suelen leer tales letreros con mucha atención, y Ziegler se hallaba completamente solo.

Así tendió indeliberadamente la mano por encima del cordón y tocó algunos de aquellos extravagantes objetos. Ziegler se vio en un aprieto al tener en la mano la esferita, pues naturalmente había leído el letrero. Por eso cerró la mano, la metió en el bolsillo y salió. Solo cuando ya caminaba por la calle volvió a acordarse de la píldora.

Tenía un suave aroma a resina, que le hizo gracia, así que volvió a meter la esferita en el bolsillo. Entró en un restaurante, pidió de comer, hecho un vistazo a algunos periódicos, se arregló la corbata y lanzó a los huéspedes miradas, ora respetuosas, ora presuntuosas, según vistieran. Pero como la comida se hiciera esperar un rato, el señor Ziegler sacó su píldora alquímica y la olisqueó.

Hacia las dos el joven señor se apeó del tranvía, entró en el vestíbulo del

Ziegler se fue enseguida donde los macacos. Un espléndido anta estaba junto a las rejas y miró al visitante. Ziegler quedó consternado. Pues desde que deglutiera la antigua píldora mágica, entendía el lenguaje de los animales.

Y el anta hablaba con los ojos, dos grandes ojos castaños. Su dulce mirada hablaba de nobleza, resignación y tristeza, y frente al visitante expresó un auténtico y soberano desprecio. Para esa mirada dulce, mayestática, según interpretó Ziegler, este no era otra cosa, con su sombrero y su bastón, su reloj y su traje de domingo, que un canalla, un ridículo y asqueroso bicho. Del anta escapó Ziegler a la cabra montés, de esta a la gamuza, a la llama, al ñu, a los jabalíes y los osos.

Puso el oído atento y se enteró por sus conversaciones de lo que pensaban sobre los hombres. Oyó a una puma hablar con su cría en un lenguaje lleno de dignidad y sabiduría, como rara vez se escucha entre hombres. Oyó a una hermosa pantera expresarse en términos breves, comedidos y aristocráticos sobre el indeseable visitante dominical. Miró a los ojos del rubio león y supo de la vastedad y maravilla de la selva, donde no hay jaulas ni hombres.

Desconcertado y enajenado de todos sus hábitos mentales, Ziegler se dirigió, en su desesperación, a los hombres. Escuchó las voces y las palabras, observó los movimientos, gestos y miradas, y como ahora lo veía todo como a través de unos ojos animales, no encontró otra cosa que una sociedad degenerada, hipócrita, engañosa, deforme, de tipo animaloide, que parecía ser una mescolanza esnobista de todas las especies animales. Desesperado, Ziegler caminó errabundo de acá para allá, profundamente avergonzado de sí mismo. Pero cuando más tarde lanzó lejos de sí el sombrero, se quitó las botas, se arrancó la corbata y se apretó sollozando contra las rejas de la jaula del anta, fue detenido en medio de un gran escándalo y llevado a un manicomio.

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