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Los jóvenes latinoamericanos tienen por delante un enorme desafío: ser conductores de un proceso de desarrollo económico y social que permita, a la vez, reducir la pobreza y los abismantes índices de desigualdad socioeconómica, que atentan contra la estabilidad y la convivencia; promover un crecimiento económico basado en fundamentos sustentables a largo plazo y competitivos en el contexto mundial, y mejorar la calidad de vida en los países de la región. Se trata, sin duda, de un objetivo difícil de lograr y que, de hecho, ha sido esquivo para las generaciones anteriores. Sin embargo, los jóvenes actuales cuentan con ventajas para hacerlo realidad. Tienen niveles de educación más altos que sus progenitores; están familiarizados con las nuevas tecnologías de producción, comunicación, manejo y procesamiento de información, cuyo conocimiento y uso serán claves para el desempeño de las naciones y de las personas en el futuro; han experimentado el ritmo incesante del cambio, lo que los hará capaces de enfrentar las transfor-maciones futuras con mayor flexibilidad y rapidez y se desenvolverán en un escenario demográfico más holgado, tanto por la tendencia a la estabilización de las cohortes jóvenes como por el mayor número de opciones para orientar las conductas demográficas. No obstante, la evidencia empírica disponible tiende a relativizar las conclusiones alentadoras que se desprenden de tales razonamientos, ya que persisten, e incluso se agudizan, altos grados de exclusión social de los jóvenes, claramente reflejados en sus tasas de desempleo; se mantienen o elevan las probabilidades de que practiquen conductas riesgosas (en particular, en los ámbitos de la sexualidad y de la reproducción), ilícitas, violentas, escapistas o anómicas y no hay atisbos de que su participación en la toma de decisiones se vuelva más activa.

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