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tiempos de Jesús, los judíos esperaban la llegada del Mesías, el Enviado de Dios, su Ungido, prometido por Él y anunciado por los profetas, desde épocas remotos, como el Salvador de Israel. La presencia de los romanos en su territorio, con sus abusos en todos los sentidos, aumentaba en los corazones de todos los buenos judíos, el ansia de su venida.

Muchos judíos pensaban, incluso, que esta llegada del Mesías era ya una cosa inminente, y que estaban contados los días para que hiciera su aparición, y por lo tanto también, para que los romanos abandonaran definitivamente su país, dejándolos en libertad para vivir según sus propias costumbres y deseos.

¿Cómo era ese Mesías que los judíos esperaban?…

¿Qué características debía tener?…

¿Cuál era, en concreto, la tarea que debía realizar, y cuál su método para actuar?…

Los estudiosos de los textos bíblicos coinciden en afirmar, que con el transcurrir del tiempo, la idea original del Mesías había sufrido grandes cambios, en la conciencia de los judíos. Conocedores de la historia de su pueblo, habían asimilado en buena medida, su figura, con la de un jefe político, que devolvería a Israel su independencia total de la dominación extranjera, cualquiera que ella fuera, y además, la gloria que había tenido en el pasado.

El Mesías haría que Israel volviera a ser lo que había sido en los mejores momentos de su historia, como aquel cuando David era Rey, y los israelitas eran respetados y temidos por los pueblos vecinos. Era claro, entonces, para ellos, que tal Mesías tenía que ser alguien con características especiales; alguien que hablara y obrara con autoridad, con fuerza, con decisión, como un verdadero enviado de Dios.

El Mesías debía ser un jefe político con la sabiduría y el poder necesarios para imponerse como autoridad frente a su propio pueblo, y además, para derrotar, de una vez y para siempre, a los invasores romanos, y hacer desistir de su afán de conquista a cualquier otro imperio que quisiera apoderarse de su pequeño gran país.

Jesús conocía esta situación, y por eso trató siempre de esquivar las circunstancias que lo ponían en riesgo de ser proclamado Mesías en este sentido. En el Evangelio según san59Marcos, por ejemplo, se destaca de un modo especial esta actitud de Jesús de manera constante, con lo que los estudiosos han llamado “el secreto mesiánico”. Diversos pasajes de este evangelio nos muestran que cuando, después de realizar un milagro, Jesús era alabado como Mesías por su beneficiario, o por quienes estaban con él, Jesús les pedía: “No digan nada a nadie” (cf. Marcos 7, 31-37); y a los demonios, que al ser arrojados fuera de quienes eran poseídos, lo denunciaban como tal, les mandaba inmediatamente a callar: “Cállate y sal de este hombre”… (cf. Marcos 1, 23-28).

Algo semejante sucedió con los discípulos, cuando – según los evangelios sinópticos -, estando en Cesarea de Filipo, Pedro confesó su fe en Jesús, proclamando: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús asumió tácitamente la verdad proclamada por Pedro, y les ordenó a todos que no dijeran a nadie nada de lo que habían hablado en esta ocasión (cf. Mateo 16, 13- 20).

San Juan, por su parte, nos cuenta que después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, “Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña” (Juan 6, 15).

Jesús entendió su condición de Enviado de Dios, de una manera totalmente distinta a la de un Mesías político como esperaban los judíos que fuera. Él lo asimiló, o lo refirió a la figura del Siervo de Yahvé, que está presente en el libro del profeta Isaías (capítulos 42, 49, 50 y 52); y anunció que realizaría su misión, no ejerciendo el poder, que tantos en el mundo buscan con afán, sino por la entrega total de su vida (Marcos 8, 31), porque “El Hijo del hombre no ha venido al mundo a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10, 45).

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