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Las personas, grupos y comunidades que hemos recibido el carisma de María Ana, nuestra Fundadora, y nos sentimos llamados a vivir su espiritualidad franciscana, formamos una gran familia.

Desde el Concilio Vaticano II las familias carismáticas han ido creciendo sin parar, constituyendo uno de los tesoros que tiene actualmente la Iglesia. Juan Pablo II declaró que los carismas de los Fundadores no son solo para los religiosos de las Congregaciones que fundaron, sino que “pueden y deben ser compartidos por los laicos”.

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