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A finales del siglo III a. C., Filipo V, rey de Macedonia, era incapaz de predecir el futuro. No sabía que Roma ni olvidaba ni perdonaba. Ni había oído hablar de las ruinas saladas de Cartago, el genocidio galo a cargo de Julio César o el destino que correría Grecia, sometida a los designios del Senado y del pueblo romanos tras siglos sirviendo de linterna al mundo occidental. Como nada sabía sobre el porvenir, Filipo V contempló a su ejército, formado por una combinación de falanges y caballería, y se sintió fuerte.

Miró a su alrededor y vio una Macedonia de supervivientes, un reino con un papel hegemónico dentro de aquel mapa de pequeños estados que era el mundo griego antiguo. Y pensó que aquello no pintaba mal. Que el legado de Alejandro Magno iba a pervivir gracias a sus esfuerzos y que podía considerarse dentro de la primera división de los gobernantes mediterráneos. Como ignoraba el futuro, Filipo V decidió desafiar a Roma. Y todo empezó a torcerse.