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El aventurero Igor Delgado Sénior1

La tarde es de fiesta y el sol augura un cálido tiempo para que todo brille como aceros  

templados. En el redondel se mezclan muchos dolores intrínsecos, porque la muerte siempre está  

de por medio. Hace años, mi padre cayó en esa procelosa circunferencia, aunque no sin aplausos.  

Es lástima que la consagración venga después de la derrota. Hay que resignarse.  

Del viejo conservo los más puros recuerdos. Puedo ver sus ojos –como si fuera en este  

instante– penetrando en cada punto de vida. Pretendió sabiduría en el recuerdo, pero otras  

astucias fueron más poderosas. Afortunadamente, no presencié su fracaso, tampoco mi madre ni  

mis pequeños hermanos. Pese a que hemos sido educados para los terrores festivos, no nos  

acostumbramos a perder a uno de los nuestros. Mi padre fue un gigante en ternura y severidad, y  

su fortaleza de ánimo nos permitió sobrevivir. Por eso hoy, ante el despiadado torneo, me  

encomiendo a sus enseñanzas.  

Ya la plaza está casi llena. Observo por una ranura el desbordante color de la multitud, y  

sus gritos y zumbidos me llegan como advertencia de la enconada lucha que me aguarda. No  

estoy inquieto, aunque mis músculos piensen lo contrario. Detrás de las paredes, escucho las  

impostoras zetas de los picadores, ellos no disfrutan con la magnificencia de pases y capotes, sino  

solamente con la sangre a borbotones. ¡Quizás cumplen su destino!

Siempre me ha gustado la música española. Ahora, sin embargo, cuando las notas castizas se  

desprenden de la banda municipal, creo oír tétricas marchas fúnebres. He entrevisto, también,  

ruidosas damas de sombrero o mantón que esperan satisfacer sadismos ancestrales, mediante  

combates ajenos.  

Los hombres —menos complicados— se abruman de manzanilla para que el poderío de los  

viñedos los ayude a admirar muertes sin importancia. ¡Así es la vida y así este suceso de arena y  

oropel!  

La trompeta anuncia la salida. Todo está preparado. Quisiera, en este momento irreversible,  

encontrarme de nuevo en mi campo natal para retozar con los amigos sobre el musgo en ciernes.  

Quisiera sentir el amoroso tacto de mi madre, el obediente cariño de mis hermanos…  

Ya debo entrar al redondel. Me despido de ustedes en la soledad compartida de la fiesta. A  

quienes no me conocen, debo decirles, por último, que me llaman ―El aventurero‖, que pesó 350  

kilos, que nací en la Ganadería El Rodeo y que haré todo lo posible por morir con dignidad.

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