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Así como el “breve siglo XX” representa el estallido de la nacionalidad, la culminación violenta del

proyecto de la modernidad con todas sus contradicciones, el siglo XXI es testigo de una sociedad

global intensamente comunicada que recoge los frutos fragmentados de ese proyecto, expresados

en el resurgir de la etnicidad, de una identificación emocional que no responde necesariamente al

patriotismo: el capitalismo mundializado tiene su contraparte en las demandas legítimas de

autodeterminación de los pueblos que se le resisten, pueblos ubicados en la periferia del sistema-

mundo que a su vez representan puntos estratégicos claves para los intereses de las grandes

potencias.

Naturalmente, en cada región del mundo globalizado, esta dialéctica conflictiva se manifiesta en la

forma y en el contenido que emergen de su propia historia, siempre cambiante e interpretable,

penetrada por la injerencia de intereses contrapuestos que modifican la percepción, no sólo del

conflicto concreto y de sus causas, también de la mejor solución al alcance.

El caso del conflicto árabe-israelí es representativo, además de serlo de las motivaciones

geopolíticas tradicionales de las que hablaremos en breve, de un racismo cultural, ni mucho menos

“latente”, que acompaña buena parte de los conflictos violentos que tienen lugar en nuestro mundo,

y que pasa por asignar al “otro” una caracterización de ser inferior: la enmienda aprobada el pasado

mes de octubre por el gobierno israelí a la Ley de Ciudadanía, que obligará jurar lealtad a Israel

como “Estado judío y democrático” a quien le solicite la ciudadanía, está dirigida, en la práctica, sólo a los no judíos .