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El siglo XVIII inauguró una crucial fase en la historia del desarrollo urbano de Chile e Hispanoamérica. Si bien desde los inicios de la colonización se había instruido la creación de asentamientos urbanos como ciudades, villas y pueblos de indios, hacia el siglo XVIII múltiples factores confluyeron para que de la mano de las reformas borbónicas, se promoviera una decisiva modernización en la organización territorial y urbana americana.
A partir de la llegada de la dinastía borbónica a la corona española, el Estado absolutista inspirado por los ideales ilustrados de fomento económico y civilización, propició una reconquista de las colonias americanas. La necesidad de mejorar el control de las burocracias, elites y poblaciones locales; facilitar la integración de todos los sectores a la economía; y extender la centralización del poder colonial a territorios hasta el momento marginados, catapultaron la planificación urbana como una política central de los borbones, quienes desearon imponer así su diseño del orden social de la vida colonial.
La política urbana reformista fue impulsada además por la recuperación demográfica experimentada por las poblaciones indígenas, que habían colapsado tras la conquista, y el crecimiento de las poblaciones mestizas y castas. Por otra parte, los nuevos patrones de asentamiento y redes de población obedecieron a factores de orden económico y comunicativos demandados por el mercado colonial, la intensificación de la producción exportadora, la especialización y tecnificación agropecuaria, y especialmente a los estímulos recibidos por la minería colonial.
La revitalización dieciochesca de los espacios urbanos se expresó en la refundación y transformación de ciudades existentes que marcaron su progreso a través de obras arquitectónicas como las realizadas en Santiago por Joaquín Toesca, la reorganización en barrios vigilados por alcaldes, y el fomento a la educación e higiene.
También se manifestó a través de la creación de nuevos asentamientos. Hasta ese momento el Reino de Chile con excepción de las ciudades de La Serena, Valparaíso, Santiago, Chillán y Concepción era predominante rural, cuya población se encontraba aislada y diseminada en haciendas y estancias con base a actividades trigueras y ganaderas.
Desde la primera mitad del siglo XVIII la población rural chilena comenzó a concentrarse a partir de la creación de villas y ciudades. Las fundaciones fueron lideradas por Gobernadores como José Antonio Manso de Velasco, Domingo Ortiz de Rosa y Ambrosio O´Higgins, y la Junta de Poblaciones, institución creada para el caso, que llevó a cabo la llamada política poblacional.
El proceso inicia en 1717 con la fundación de Quillota, prosiguiendo años después con mayor intensidad bajo el gobierno de José Manso de Velasco. Él funda la ciudad de San Felipe en 1740; luego Cauquenes, San Agustín de Talca y San Fernando en 1742; Santa Cruz de Triana (Rancagua) y Curicó en 1743 y Copiapó en 1744. Tras este impulso inicial el proceso se detuvo hasta que, entre 1752 y 1755, el gobernador Domingo Ortiz de Rozas reanudó la fundación de nuevas villas: Illapel, Petorca, La Ligua, Casablanca, San Javier, Coelemu y Quirihue. Finalmente el gobernador Ambrosio O'Higgins culminó este ciclo fundando, entre 1788 y 1796, San Carlos, Combarbalá, Vallenar, Los Andes, San José de Maipo, Constitución, Linares y Parral, y refundando ciudades como Osorno. La fundación de ciudades como Los Ángeles se enmarcó directamente en la necesidad de asegurar la paz y el sometimiento de la frontera mapuche.
Pese a que el mundo rural siguió siendo preponderante en la vida colonial chilena, la magnitud del proceso de fundación de ciudades impactó seriamente la fisonomía del Reino. No resulta errado por eso considerar que la formación histórica de Chile central, halla una de sus raíces fundamentales en el siglo XVIII reformista e ilustrado. Santiago Lorenzo Schiaffino y Gabriel Guarda Geywitz son dos autores fundamentales que han estudiado con mayor detención este importante proceso.