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El asesinato de Manuel Dorrego fue una decisión política para eliminar al primer jefe popular urbano de nuestra historia que ponía en riesgo el poder de la oligarquía librecambista porteña, cuyo líder era Bernardino Rivadavia.  

El oficialismo rivadaviano había propuesto una novedosa ley electoral que incluía el sufragio universal. Sin embargo, en su artículo 6, inciso 6°, el proyecto negaba el derecho del voto a los menores de veinte años, a los analfabetos, a los deudores fallidos, deudores del tesoro público, dementes, notoriamente vagos, criminales con pena corporal o infamante y, además, a los “domésticos a sueldo, jornaleros y soldados”.

La justificación que daba el oficialismo era que los domésticos y peones estaban bajo la influencia del patrón y no tenían ideas propias. Dorrego sostuvo magistralmente que lo mismo podía decirse de los empleados públicos y, sin embargo, para ellos no había ninguna restricción. Pero no paró ahí. Entusiasmado, sostuvo que los capitalistas tampoco eran independientes, porque dependían de los bancos. Pero dejémoslo hablar a Dorrego en aquella memorable sesión del 25 de septiembre de 1826.

“(...) Y si se excluye a los jornaleros, domésticos, asalariados y empleados, ¿entonces quién queda? Un corto número de comerciantes y capitalistas. He aquí la aristocracia del dinero; y si esto es así podría ponerse en giro la suerte del país y mercarse. Entonces sí que sería fácil poder influir en las elecciones, porque no es fácil influir en la generalidad de la masa, pero sí en una corta porción de capitalistas; y el que formaría la elección sería el banco, porque apenas hay comerciante que no tenga giro en el banco, y entonces el banco sería el que ganara las elecciones, porque él tiene relación en todas las provincias”.

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