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El libro de Rodrigo Montani está compuesto por nueve capítulos que recogen su experiencia de campo, iniciada en 2002, en varias comunidades wichí de las provincias argentinas de Formosa (Las Lomitas, Ingeniero Juárez, Teniente Fraga) y Salta (Coronel J. Solá, Los Baldes, Misión Chaqueña), como así también de Bolivia (Villa Montes). Se trata de grupos ocasionalmente horticultores pero dedicados mayormente a la caza, la pesca y la recolección de miel y frutos silvestres: hoy se cuentan en total unos 50.000 wichí distribuidos entre las provincias argentinas de Formosa, Chaco y Salta y de Tarija en Bolivia, donde son llamados ’weenhayek.

2Con ecos casi lévi-straussianos, la propuesta de trabajo de Montani es ambiciosa, por momentos utópica: describir una sociedad en su totalidad a través de los artefactos, comprender la forma en la que esos artefactos son clasificados dentro de la cultura y, al mismo tiempo, establecer las diversas relaciones posibles entre ellos. Al respecto, hay en el libro varias cuestiones dignas de destacar.

3En primer lugar, las circunstancias del trabajo de campo y la metodología. Montani se revela como un etnógrafo impecable que armoniza una evidente predisposición al trabajo cuantitativo con una devoción sincera por la labor cualitativa. Utiliza el Field Linguist’s Toolbox para ordenar los datos lingüísticos, las notas de campo, las palabras, las frases, los textos libres, las entrevistas parciales o totales; ordena el léxico y los morfemas gramaticales, llegando aproximadamente a los 2.800 términos; estudia la genealogía de unas 1.000 personas; y, al mismo tiempo, siempre con delicadeza, comparte algunas páginas de su diario de campo (por ejemplo, la bonita escena de la partida de caza en las p. 309-311). Con paciencia y “buena voluntad”, la voz de los testigos es no obstante el criterio definitivo a la hora de aclarar situaciones heterogéneas (la brujería, la menarca, el legado de los difuntos, la construcción del techo de la casa), de traducir los términos significativos, y de familiarizarnos con los conceptos nativos más lejanos a nuestra propia experiencia. Además la etnografía aparece sistemáticamente acompañada por un contraste constructivo con la información que provee la literatura del área (de antropólogos, misioneros, militares, historiadores y lingüistas) y asimismo con una gran cantidad de fuentes museológicas (Museo Etnográfico de Buenos Aires, el Museo Regional de Antropología Juan A. Martinet de Resistencia, el Museo Etnográfico Andrés Barbero de Paraguay, el Museo Histórico Provincial Dr. Julio Marc de Rosario). Esta rigurosa erudición es una de las razones principales de la “densidad” del texto, en el famoso sentido de Clifford Geertz. Se trata, en efecto, de una monografía estratificada en la cual los problemas de interpretación, las elipsis y las incongruencias que invariablemente surgen en el terreno son dilucidadas tanto por el cotejo comparativo como, por sobre todo, por la propia palabra de los interlocutores wichí. El razonamiento argumental siempre resulta explícito y las respuestas del autor dejan abierto el camino a distintas interpretaciones: como los propios wichís, no son pocas las ocasiones en las que, con franca sencillez, el autor comienza su análisis advirtiendo “Hasta donde sé…”

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