Respuesta :

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Había una vez un hombre llamado Juan, que vivía en la ciudad y se dedicaba a trabajar como vendedor ambulante. A pesar de no tener mucho dinero, siempre trataba de ayudar a los más necesitados dando limosna cada vez que podía.

Un día, mientras caminaba por la calle, vio a una anciana sentada en un portal, con una expresión de tristeza en su rostro. Juan se acercó a ella y le preguntó si necesitaba algo. La anciana le contó que no tenía comida ni dinero para pagar el alquiler de su pequeño cuarto.

Sin dudarlo, Juan le entregó todo el dinero que tenía en ese momento y le prometió regresar al día siguiente con comida. La anciana, agradecida, le dio las gracias y le dijo que Dios lo bendeciría por su generosidad.

Al día siguiente, Juan regresó como prometió con una bolsa llena de comida y algunos alimentos no perecederos que había comprado en el mercado. La anciana no podía creer la cantidad de comida que le había traído y le dio las gracias de todo corazón.

Desde ese día, la anciana y Juan se volvieron grandes amigos. Ella le contaba historias de su vida y él le ayudaba en todo lo que podía. Juan se sentía feliz de poder ayudar a alguien que lo necesitaba y la anciana estaba agradecida de tener a un amigo tan generoso.

Así, la mejor limosna que Juan pudo dar no fue solo dinero o comida, sino también su tiempo, su compañía y su amistad. Y esa, sin duda, fue la mayor recompensa que recibió.

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