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Había una vez en un pequeño pueblo rodeado de montañas, un valiente explorador conocido como "El Guardián de las Cumbres". Se decía que este intrépido aventurero poseía un mapa secreto que mostraba el camino hacia un tesoro legendario escondido en lo más alto de la montaña más imponente.

Durante años, muchos valientes intentaron seguir los pasos del Guardián de las Cumbres para encontrar el tesoro, pero ninguno regresó jamás. Se rumoreaba que la montaña estaba protegida por espíritus ancestrales que solo permitirían el paso a aquellos con un corazón puro y noble.

Cuentan que una noche de luna llena, una joven llamada Maria decidió emprender la peligrosa travesía hacia la cima de la montaña en busca del tesoro. Con valentía y determinación, desafió los obstáculos naturales y las pruebas que se interponían en su camino.

Al llegar a la cima, se encontró frente a una antigua estatua de piedra que sostenía en sus manos una joya resplandeciente. Al acercarse, la estatua cobró vida y le habló con una voz suave y sabia: "Has demostrado tu coraje y pureza de corazón, por lo tanto, esta joya es tuya como recompensa por tu valentía".

maria regresó al pueblo con la joya en mano, convirtiéndose en un símbolo de inspiración para todos los habitantes. A partir de ese día, se dijo que la montaña resguardaba no solo un tesoro material, sino también la recompensa para aquellos con nobleza en su espíritu.

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La Leyenda del Águila de Fuego

En las vastas llanuras de la Patagonia argentina, donde los vientos susurran secretos ancestrales, vivía una tribu nómada conocida como los Mapuche. Esta tribu había habitado la región durante generaciones, viviendo en armonía con la naturaleza y sus espíritus.

Una noche, cuando el cielo se encendió con la luz de mil estrellas, un anciano sabio llamado Kuntur relató una leyenda a los jóvenes de la tribu alrededor de la fogata. Les contó la historia del Águila de Fuego, un ave mítica que solo aparecía en momentos de gran necesidad.

Según la leyenda, hace siglos, la Patagonia fue azotada por una terrible sequía. Los ríos se secaron, las plantas se marchitaron y los animales se alejaron en busca de agua. La tribu Mapuche estaba desesperada, temiendo que pronto no tendrían nada para comer ni beber.

En medio de su desesperación, un joven valiente llamado Amaru decidió emprender un viaje en busca de una solución. Armado solo con su arco y una profunda fe en los espíritus de la naturaleza, Amaru se aventuró más allá de las montañas que rodeaban su hogar. Caminó durante días, hasta que llegó a una cueva oculta entre las rocas.

Dentro de la cueva, encontró a un águila enorme, con plumas que brillaban como brasas ardientes. Era el Águila de Fuego, un ser antiguo y poderoso. Con una voz que resonaba como el trueno, el águila le dijo a Amaru que solo se presentaba a aquellos de corazón puro y noble.

El Águila de Fuego escuchó la súplica de Amaru y decidió ayudar a su tribu. Con un batir de sus alas, el águila ascendió al cielo nocturno, convirtiendo la noche en un día brillante. Sus plumas ardientes iluminaban la oscuridad, y dondequiera que volaba, las nubes de lluvia la seguían.

Regresando a la aldea, Amaru vio cómo el Águila de Fuego volaba sobre las tierras secas, desatando una lluvia torrencial que devolvió la vida a la tierra. Los ríos volvieron a fluir, las plantas reverdecieron y los animales regresaron. La tribu Mapuche fue salvada, y desde ese día, honraron al Águila de Fuego en sus rituales y canciones.

El anciano Kuntur terminó su historia recordando a los jóvenes que el Águila de Fuego no solo era un salvador en tiempos de necesidad, sino también un recordatorio del poder del valor, la fe y la conexión con la naturaleza. Así, la leyenda del Águila de Fuego continuó viva, pasando de generación en generación, inspirando a los Mapuche a vivir en armonía y respeto con el mundo que los rodeaba.