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En esta línea de pensamiento, en el seno de la prolífera historiografía contemporánea en torno al nazismo, un lugar destacado ocupan aquellos estudios que han ponderado el lugar del Holocausto como una dimensión central y sustantiva del régimen nazi. El permanente avance en la investigación ha generado nuevos enfoques e interpretaciones que refieren a la constelación de factores y dimensiones que en él han convergido -tal como el dossier que presentamos lo expresa-. Contexto y sociedad, Estado y ordenamiento político, instituciones y organizaciones; revoluciones y tecnología; crisis y liderazgo, y la pregunta recurrente de cómo fue posible, aún persiste.3

Las lecturas que han visto al nazismo y el Holocausto como expresión última de la Modernidad -como la condenada reversión de la Razón- han estado asociadas a una visión que reduce la complejidad de la construcción de aquélla y se abstrae de la historia y la temporalidad europea. En efecto, al centrarse exclusivamente en el proyecto racionalista de la Ilustración como definitorio de la Modernidad se desatienden las pugnas teóricas y prácticas entre este y el Historicismo Romántico por definir los contenidos y formas institucionales de la nueva sociedad y su emergente Estado. La condición judía en las sociedades modernas se dio en el marco de la compleja y tensa oscilación que acompañó a la teoría y a la realidad política, entre las expectativas diversas, contradictorias y finalmente antagónicas de los proyectos de fundamentación de la Modernidad frente a ellos. Estas pugnas, que parten del siglo XVIII y se continuaron a lo largo del XIX y XX se darían, en efecto, entre dos propuestas fundamentales: la de la Ilustración -universalizante, secular, liberal y emancipatoria-, y la del Historicismo Romántico -particularista, culturalista, nacional y excluyente-.

Fue el proyecto de la Ilustración, con su propia vocación homogeneizante, el que pugnó por la Emancipación judía, que significó el acceso a la igualdad jurídica y política de los judíos como ciudadanos de los Estados en los cuales habitaban. La centralidad de la Emancipación y su carácter definitorio de la modernidad judía han sido destacados por las diferentes corrientes y enfoques que se han abocado a su estudio. Tanto por aquellas concepciones que la caracterizaron como un fenómeno permanente e irreversible irreversible -y que vieron en ella no solo el inicio de la modernidad sino también su exitosa clausura-, como por aquellas que cuestionaron su carácter de fenómeno exclusivo y la revaloraron a la luz de los procesos que se desarrollarían de modo paralelo, consecuente y aún opuesto a ésta, tales como el antisemitismo moderno y el Holocausto.

Las grandes revoluciones burguesas en la economía y la política, en la sociedad y la cultura condujeron a cambios profundos y radicales que necesariamente impactaron la condición judía. Por el proyecto secularizante y racionalizador de la Ilustración y la Revolución francesa, los judíos accedieron a una nueva condición en las sociedades modernas. La Emancipación judía puede ser vista, entonces, como un aspecto del proyecto global de ilustrar, racionalizar a la sociedad. De allí que junto a las tensiones derivadas del carácter individual y homogeneizante de la propuesta emancipatoria y el consecuente cuestionamiento de la identidad colectiva judía, fueron los principios del universalismo, del liberalismo, la igualdad, la racionalidad y el laicismo los que configuraron los parámetros dentro de los cuales los judíos se incorporaron a la Modernidad.

Sin embargo, desde la perspectiva del proyecto del Historicismo -que coincidió con sociedades atrasadas en el nivel del desarrollo de una economía de mercado libre y de una cultura racionalista, como sería el caso de Alemania- el proyecto de la Ilustración fue sometido a una ardua crítica por considerar que estaba basado en una razón universal, ahistórica y abstracta, por lo que en nombre de la historicidad y de los particularismos buscó reivindicar las esencias compartidas que hacían de cada pueblo un fenómeno único, solo comprensible a partir de dicho pasado. Este configuraba, simultáneamente, el concepto concreto e histórico del espíritu y la cultura nacional. En nombre de esta historicidad y de los particularismos se reivindicaron todos aquellos elementos que la Ilustración había descalificado como prejuicios, tales como el sentimiento, el instinto, el interés y, por sobre todo, los pasados culturales compartidos que hacían de cada pueblo un fenómeno único, solo comprensible a partir de dicho pasado. De ahí que a la concepción racional "abstracta" de la Ilustración se opuso una concepción orgánica que reivindicó la tradición cultural que había creado el espíritu o ethos particular de los pueblos, su nacionalidad, su especificidad concreta.