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En este cuento el centro de interés está dado no tanto por los hechos, sino por los sentimientos y las reflexiones que estos suscitan en la protagonista, una niña de una gran sensibilidad. Como el cuento está contado desde su punto de vista, las lectoras y los lectores podemos acceder en forma directa a lo que ella piensa y siente.

Para comunicar ese complejo mundo interior, la narradora acude al lenguaje metafórico. La metáfora del viento, por ejemplo, atraviesa todo el relato y adquiere diferentes matices: en un principio, el lector puede interpretarlo como una irrupción negativa que disgrega y produce abatimiento y confusión, pero luego tiene una connotación más positiva, pues es la clave para que la niña y el niño comiencen a ser amigos.

El viento –en tanto fuerza incontrolable que puede a la vez destruir y poner en movimiento– abre hacia múltiples sentidos: la existencia, la energía vital, el inevitable fluir del tiempo, la realidad siempre cambiante, entre otros muchos posibles.

Hay otras dos imágenes que adquieren relevancia en la interpretación del cuento y que están asociadas con la del viento: las raíces y las ventanas.

Si el viento alude a lo que cambia, las raíces aluden a aquello que permanece, lo que busca resistir: las costumbres, los vínculos. Las ventanas, por su parte, evocan la posibilidad de abrirse o cerrarse respecto al mundo exterior, al intento de protegerse de la entrada del viento o a dejarlo circular para que se renueve el aire.