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cydfhq

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El capitalismo, paradójicamen te, tiene en común con el comunismo más que lo que muchos quisieran admitir: los dos buscan la destrucción del mercado libre. El libre intercambio de bienes y servicios es tan antiguo como el mismo hombre.

Cuando el primer homínido inteligente buscó otro homínido con quien cambiar un trozo de carne que le sobraba de su última caza, por unos pocos frutos del bosque que le sobraban al otro, nació el mercado libre. Más tarde cuando aparecieron las primeras ciudades en los márgenes del Tigris-Eufrates, el Nilo, el Hindus o el río Amarillo, el libre mercado se hizo más complejo, con unos miembros de la sociedad dedicados a producir alimentos no sólo para ellos, sino también para los habitantes de las ciudades, quienes, a cambio de los alimentos recibidos, ofrecían a los agricultores satisfacer sus necesidades de ropa, calzado, aperos de labranza, salud, defensa militar, o ayuda espiritual.

Pero desde el principio del mercado libre, hubo siempre algunos que con su egoísmo y ansia de poder intentaron destruirlo, controlando el normal juego de la oferta y la demanda.

Ya en épocas muy recientes el mayor ataque contra la libertad de mercado vino de los gremios que, empezando como meras cofradías religiosas, terminaron por querer fijar el precio de las mercancías y controlar el acceso al mercado de trabajo, desbaratando así el libre intercambio de bienes y servicios. Luego, en nombre de la libertad de industria y comercio, se suprimieron los gremios, y los nuevos industriales capitalistas intentaron de nuevo destruir el mercado libre con la hipócrita teoría de la "mano invisible" que, se suponía, podría, por sí sola, sin intervención alguna del Estado, crear un mundo feliz de satisfechos productores y consumidores.

El resultado fue que los peces grandes empezaron a comerse a los pequeños y a decidir lo que se producía y, con el control de los salarios, lo que se consumía.

Como reacción a las trágicas consecuencias de este primer capitalismo guiado, supuestamente, por la absurda "mano invisible", los comunistas levantaron "el puño cerrado", y decidieron que la única solución adecuada era suprimir, de un plumazo, el libre mercado, y convertir al Estado en el único responsable de lo que se producía, de cómo se distribuía y quién lo consumía. Pero esta estúpida identificación del mercado libre con el capitalismo, naturalmente, tampoco funcionó, y llevó a muchos países a la ruina económica y social. Hoy, sobre las cenizas del comunismo se levanta el nuevo capitalismo que, con un cinismo sin igual, se atreve a presentarse como el gran defensor del libre mercado cuando, en realidad, es otro implacable enemigo de esta forma libre y humana de intercambiar lo que cada uno necesita. Mientras el nuevo capitalismo hace hondear la bandera del "Libre mercado", levanta barreras arancelarias que impiden la llegada a sus costas de los productos de la gran mayoría de los países, crea una competencia desleal vendiendo sus productos subvencionados a los países pobres, promueve la incontrolada acumulación de capital técnico, destruyendo millones de puestos de trabajo y, con ello, reduciendo la capacidad de demanda de los nuevos parados, y propicia la continua acumulación de capital financiero, creando monstruos que, controlando la oferta, ponen de rodillas no sólo a los individuos y a las pequeñas y medianas empresas, sino a los mismos gobiernos. Si el comunismo, queriendo destruir el capitalismo, intentó, dolorosamente, destruir el mercado libre, el nuevo capitalismo intenta destruirlo con anestesia, pero con la misma eficacia.

Hay que volver al verdadero mercado libre, donde los individuos, los artesanos, las pequeñas y medianas empresas puedan jugar su papel de productores y consumidores junto con las grandes empresas, todo ello, con un gobierno fuerte que, con instrumentos indirectos y, si es necesario, también directos y coercitivos, pueda evitar cualquier intento de destruir un libre mercado que es, como el habla o el amor, una expresión más de la naturaleza social del hombre.

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